Nada destacaba a los Durand.
Más allá del número de sus integrantes —cinco hijos, los padres y el
abuelo— la familia Durand era como cualquier otra. Nadie sobresalía en
ninguna rama de las artes o de las ciencias, ni tampoco en política o deportes.
El anhelo máximo de cada uno era casarse, tener hijos, una casa y una vida sin
complicaciones. Como ninguno deseaba un futuro negro, no se arriesgaban con
negocios y se enfocaban en trabajos ordinarios pero estables. No había nada que
los diferenciara del resto de sus vecinos parisinos ni de ninguna otra familia
del mundo civilizado.
Pierre no era ni el más grande ni el más
pequeño de los niños Durand. No era el más gracioso ni el que causaba más
pleitos. Sus padres jamás recibieron de él una citación escolar y eso que
estaban acostumbrados a ir al colegio por los problemas de los hermanos. Además,
como los resultados de sus evaluaciones no le endilgaban capacidades de genio o
lerdo, no había razón alguna para que los profesores los llamasen. Algo que sí
caracterizaba a Pierre era su imaginación y su capacidad para crear historias
fantásticas, pero eso lo compartía con la mayoría de los niños de su edad.
Un día como cualquier otro, poco después de su séptimo cumpleaños, Pierre se
percató por primera vez de un hecho que lo sigue pasmando.
Jamás le habían sacado una fotografía.
En la casa había fotos de los Durand por doquier. Lisa, por ser la primera, fue
la más beneficiada, en especial porque sus rizos dorados alumbraban a
cualquiera que mirara sus imágenes. Fran, el menor y preferido de los padres,
también contaba con cientos de instantáneas que registraban su vida desde su nacimiento. Incluso los del medio aparecían en muchas fotos de eventos
familiares. En la mesita de luz del dormitorio de los padres había un
portarretrato de la pareja aun adolescente y otro de recién casados. En los
álbumes familiares hasta se podía analizar la transformación del abuelo, que
pasó de ser un galán en sepia a un ancianito blanco y de pelo gris, pero a
color.
De Pierre no había nada.
Nunca dijo palabra alguna sobre el tema
porque era muy estúpido pensar que nadie se atrevía a fotografiarlo. Era obvio
que en alguna parte de la casa podía encontrar imágenes suyas. Pero en ningún
momento tuvo el coraje de escrudiñar las habitaciones para confirmar su
conjetura. Tampoco subió a los confines del altillo ni se adentró en el averno
del sótano.
El miedo lo paralizaba.
El miedo lo paralizaba.
Poco tiempo después de cumplir los quince
años, el tema resurgió en la vida del ahora adolescente. Pierre pasaba gran
parte de su tiempo en la casa de Gabriel, un amigo del colegio secundario con
quien compartía largas horas hablando de mujeres, autos, fútbol, y "cosas
de grandes".
La madre de Gab, una mujer divorciada de
cuarenta y tantos que había superado una grave enfermedad, creía que los
momentos felices de la vida tenían que registrarse de una manera u otra. “Nadie
sabe cuándo nos llega el momento” era el lema que la impulsaba a seguir. Por
eso exasperaba a su hijo sacándole fotos todo el tiempo. Es más, había creado
una suerte de altar donde atesoraba todas las fotografías que les había sacado
a su hijo y a sus amigos. Pierre veía el altar con envidia.
No aparecía aun siendo el mejor amigo de Gab.
Al principio pensaba que sería cuestión de
tiempo. Pero a medida que
pasaban los meses, la realidad resultó ser muy diferente. ¿La madre de Gab era
simpática? Sí. ¿Siempre se dirigía a Pierre con dulzura y comprensión? Sí. ¿Le
pidió que pose en el patio del fondo de la casa, junto al naranjo, como ella
había hecho con cada uno de los otros chicos? No.
Y de nuevo Pierre se llamó a silencio.
Y de nuevo Pierre se llamó a silencio.
Ya cuando tenía veinte años empezó a salir
con Adrienne, una fotógrafa amiga de la novia de Gab. No era el amor de su
vida. Ambos estaban juntos porque era mejor que la soledad. Pero con ella sucedió
el último eslabón de la cadena de incongruencias.
Ella se negaba a fotografiarlo.
Según le dijo después de mostrarle unas
fotos que acababa de revelar, no lo hacía porque “no le gustaba mezclar estudio
con amor”. O algo así. Pierre no la entendía. ¿Por qué justo a él no le sacaba
ni una mísera foto si con su Praktica
super TL 1000 retrataba a casi todo lo que se le cruzaba? ¡Incluso atesoraba
fotografías de ex! Pero Pierre no quería hacerse problemas; no insistió
después de la primera negativa.
¿Por qué nadie lo fotografiaba? ¿Era feo?
No, no lo era. De eso estaba seguro. Tampoco era lindo. Era normal, aunque
debía admitir que tenía una nariz que no era proporcionada al resto de la cara.
Su tez morena, tersa y suave como la de un bebé, se complementaba con la
fiereza de sus dientes de diamante; sus pequeñas —pequeñísimas— cicatrices que le quedaron en el
rostro por el acné adolescente eran apenas visibles. No tenía nada fuera de lo
común.
¿Por qué nadie parecía percatarse de su
existencia? ¿Era acaso un espectro y jamás se había dado cuenta? ¿Nadie lo quería? ¿O, en realidad, las
personas que lo conocían simplemente preferían retratar a otros familiares o
amigos? Y en ese caso, ¿por qué lo harían? Un día normal, como cualquier otro,
Pierre finalmente habló. Soliloquió para
entender qué pasaba.
Tuvo una revelación.
Sonrió con un dejo de melancolía al darse
cuenta de que no debía pensar mucho. Todo había estado delante de sus
ojos desde hacía ya mucho tiempo. No había nada extraordinario, salvo el hecho
mismo de que nadie haya querido sacarle una foto. Ese día —normal como cualquier
otro, normal como su familia, normal como la ciudad en la que vivía, normal como él— llegó a la
conclusión de que la respuesta a todas sus dudas era demasiado simple,
demasiado vil, demasiado hiriente como para dudar de la veracidad de la misma.
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