Alejandro Neme

El chico al que nunca le sacaron una fotografía.

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Nada destacaba a los Durand.

Más allá del número de sus integrantes cinco hijos, los padres y el abuelo— la familia Durand era como cualquier otra. Nadie sobresalía en ninguna rama de las artes o de las ciencias, ni tampoco en política o deportes. El anhelo máximo de cada uno era casarse, tener hijos, una casa y una vida sin complicaciones. Como ninguno deseaba un futuro negro, no se arriesgaban con negocios y se enfocaban en trabajos ordinarios pero estables. No había nada que los diferenciara del resto de sus vecinos parisinos ni de ninguna otra familia del mundo civilizado.

Pierre no era ni el más grande ni el más pequeño de los niños Durand. No era el más gracioso ni el que causaba más pleitos. Sus padres jamás recibieron de él una citación escolar y eso que estaban acostumbrados a ir al colegio por los problemas de los hermanos. Además, como los resultados de sus evaluaciones no le endilgaban capacidades de genio o lerdo, no había razón alguna para que los profesores los llamasen. Algo que sí caracterizaba a Pierre era su imaginación y su capacidad para crear historias fantásticas, pero eso lo compartía con la mayoría de los niños de su edad.
Un día como cualquier otro, poco después de su séptimo cumpleaños, Pierre se percató por primera vez de un hecho que lo sigue pasmando.

Jamás le habían sacado una fotografía. 

En la casa había fotos de los Durand por doquier. Lisa, por ser la primera, fue la más beneficiada, en especial porque sus rizos dorados alumbraban a cualquiera que mirara sus imágenes. Fran, el menor y preferido de los padres, también contaba con cientos de instantáneas que registraban su vida desde su nacimiento. Incluso los del medio aparecían en muchas fotos de eventos familiares. En la mesita de luz del dormitorio de los padres había un portarretrato de la pareja aun adolescente y otro de recién casados. En los álbumes familiares hasta se podía analizar la transformación del abuelo, que pasó de ser un galán en sepia a un ancianito blanco y de pelo gris, pero a color.


De Pierre no había nada.

Nunca dijo palabra alguna sobre el tema porque era muy estúpido pensar que nadie se atrevía a fotografiarlo. Era obvio que en alguna parte de la casa podía encontrar imágenes suyas. Pero en ningún momento tuvo el coraje de escrudiñar las habitaciones para confirmar su conjetura. Tampoco subió a los confines del altillo ni se adentró en el averno del sótano. 

El miedo lo paralizaba.

Poco tiempo después de cumplir los quince años, el tema resurgió en la vida del ahora adolescente. Pierre pasaba gran parte de su tiempo en la casa de Gabriel, un amigo del colegio secundario con quien compartía largas horas hablando de mujeres, autos, fútbol, y "cosas de grandes".
La madre de Gab, una mujer divorciada de cuarenta y tantos que había superado una grave enfermedad, creía que los momentos felices de la vida tenían que registrarse de una manera u otra. “Nadie sabe cuándo nos llega el momento” era el lema que la impulsaba a seguir. Por eso exasperaba a su hijo sacándole fotos todo el tiempo. Es más, había creado una suerte de altar donde atesoraba todas las fotografías que les había sacado a su hijo y a sus amigos. Pierre veía el altar con envidia. 

No aparecía aun siendo el mejor amigo de Gab.

Al principio pensaba que sería cuestión de tiempo. Pero a medida que pasaban los meses, la realidad resultó ser muy diferente. ¿La madre de Gab era simpática? Sí. ¿Siempre se dirigía a Pierre con dulzura y comprensión? Sí. ¿Le pidió que pose en el patio del fondo de la casa, junto al naranjo, como ella había hecho con cada uno de los otros chicos? No. 

Y de nuevo Pierre se llamó a silencio.

Ya cuando tenía veinte años empezó a salir con Adrienne, una fotógrafa amiga de la novia de Gab. No era el amor de su vida. Ambos estaban juntos porque era mejor que la soledad. Pero con ella sucedió el último eslabón de la cadena de incongruencias.

Ella se negaba a fotografiarlo.

Según le dijo después de mostrarle unas fotos que acababa de revelar, no lo hacía porque “no le gustaba mezclar estudio con amor”. O algo así. Pierre no la entendía. ¿Por qué justo a él no le sacaba ni una mísera foto si con su Praktica super TL 1000 retrataba a casi todo lo que se le cruzaba? ¡Incluso atesoraba fotografías de ex! Pero Pierre no quería hacerse problemas; no insistió después de la primera negativa.

¿Por qué nadie lo fotografiaba? ¿Era feo? No, no lo era. De eso estaba seguro. Tampoco era lindo. Era normal, aunque debía admitir que tenía una nariz que no era proporcionada al resto de la cara. Su tez morena, tersa y suave como la de un bebé, se complementaba con la fiereza de sus dientes de diamante; sus pequeñas pequeñísimas cicatrices que le quedaron en el rostro por el acné adolescente eran apenas visibles. No tenía nada fuera de lo común.

¿Por qué nadie parecía percatarse de su existencia? ¿Era acaso un espectro y jamás se había dado cuenta?  ¿Nadie lo quería? ¿O, en realidad, las personas que lo conocían simplemente preferían retratar a otros familiares o amigos? Y en ese caso, ¿por qué lo harían? Un día normal, como cualquier otro, Pierre finalmente habló.  Soliloquió para entender qué pasaba.

Tuvo una revelación.

Sonrió con un dejo de melancolía al darse cuenta de que no debía pensar mucho. Todo había estado delante de sus ojos desde hacía ya mucho tiempo. No había nada extraordinario, salvo el hecho mismo de que nadie haya querido sacarle una foto. Ese día normal como cualquier otro, normal como su familia, normal como la ciudad en la que vivía, normal como él llegó a la conclusión de que la respuesta a todas sus dudas era demasiado simple, demasiado vil, demasiado hiriente como para dudar de la veracidad de la misma.

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